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Friday, April 27, 2007

Pensar

Cuentan que un reconocido científico de la Universidad Estatal de Pensilvania, cuando aparecía por su despacho algún empleado de la Universidad para supervisar a qué dedicaba su tiempo, le decía, cortés pero enérgicamente: “Estoy pensando”, ante lo cual el enviado desaparecía, confundido. Si al cabo de los días la cabeza del muchacho asomaba de nuevo, tímidamente, por su puerta entreabierta, nuestro colega vociferaba contrariado: “I’m still thinking”.
Así empieza un documento de dos páginas que circula por internet y del que son autores Juan Manuel García Ruiz (Profesor de Investigación del CSIC y director del LEC) y Fernando Hiraldo
(director de la Estación Biológica de Doñana). Desde mi mucho más modesta posición de CITCLP (cutre investigador torpe con los papeles) estoy de acuerdo y por eso lo transcribo aquí. El documento original es éste, abajo me he permitido reducir un poco la extensión manteniendo forma y espíritu para adecuarlo a una entrada de blog, que prefiero sea un poco más breve.
El oficio de científico requiere periodos de una continuada concentración y de periodos de dedicación mental casi exclusiva. A pesar de ello, la administración española tiene una habilidad extraordinaria, casi un empeño, en evitar que los científicos nos dediquemos a eso. Dirigir un proyecto de investigación debería ser algo simple donde sólo habría de resolver las dificultades de lo inesperado en la investigación. Pues no. Dirigir hoy un proyecto de investigación es un calvario donde las tareas administrativas ocupan la mayor parte del tiempo y constituyen lo principal de las inquietudes. No las de investigación sino las que genera tramitar la adquisición de equipamiento, la contratación de servicios, la captación de personal, los viajes de campo, todo ello con procedimientos burocráticamente arcaicos que, en el mejor de los casos, no entiendes. La penitencia puede llegar hasta tener que mendigar un sitio donde llevar a cabo tus proyectos.

Está situación se ve agravada por la falta de personal conexo a la investigación y por la falta de incentivos para el existente: la falta de administrativos, ayudantes y técnicos es aún más acuciante que la de científicos. El esfuerzo que se lleva haciendo en los últimos años por incorporar científicos de calidad al sistema de ciencia y tecnología puede resultar, en cierta medida, estéril si esta situación no se corrige. En el mundo, las estructuras científicas eficientes son piramidales: una ancha base formada por el personal conexo, mayoritario, que se va estrechando conforme avanzamos hacia un minoritario personal científico. En España la relación entre técnicos y otro personal auxiliar y científicos la cuarta parte de lo que se encuentra en países europeos más avanzados, EE.UU. y Japón.

Y hoy por hoy la tendencia es más a agravar el problema que a solucionarlo. Como muestra, el CSIC ha tenido en la oferta pública del 2007 una concesión de 275 plazas de científicos a la cual debería corresponder un mínimo de 550 plazas de personal conexo que, en la realidad, se han quedado en 110 plazas de técnicos, 6 de gestión y ninguna de administrativo. Nada nuevo porque en los años anteriores ha sido similar.

Esta tenacidad en el error, con la inestimable ayuda de la ininteligible maraña de normas administrativas a la que antes nos hemos referido, han conseguido construir una de las herramientas más eficientes que imaginarse puedan para impedir que los científicos españoles piensen, descubran e innoven. No debe pues extrañarnos los relativos escasos logros de la ciencia en nuestro país. Más bien deberíamos sorprendernos y admirarnos de la existencia de un buen número de científicos excelentes en España. Eso sí, cansados, agobiados y bastante hartos de un sistema que no les deja hacer aquello para lo que se han formado: pensar.

Todo se valora hoy con parámetros numéricos que, se supone, miden objetivamente el éxito pero quienes dirigen las universidades y los organismos públicos de investigación no suelen preocuparse por saber si sus científicos tienen las condiciones adecuadas para llevar a cabo su trabajo, si sus ideas van a poder desarrollarse sin más trabas administrativas que las necesarias. Y eso que están ahí para ayudar al resto de los científicos, que son el alma del sistema, para quitar obstáculos a la investigación, para animar a que se afronten grandes retos, para buscar soluciones que mejoren el marco cotidiano en el que se desarrolla su vida profesional. Están ahí para pensar y para ayudar a pensar.

Esa generosidad de mirar hacia dentro del sistema, y no sólo hacia fuera y hacia arriba, es la que marca la diferencia. Es imprescindible que las instituciones dedicadas a la investigación estén en manos de profesionales que hayan ejercido y que conozcan como se hace la ciencia, pero que a la vez hayan optado por servirnos y servirse desde la función de Gestionar, con mayúscula, el ejercicio de la ciencia. Y que estén comprometidos con el único objetivo posible en este su mundo: que el sistema funcione por y para quienes hacen ciencia, para los científicos. Y eso también es objetivable. Son los que están en el laboratorio, los que imaginan proyectos, los que disfrutan descubriendo, los que se deleitan leyendo el gran artículo de un colega, los que exploran la naturaleza, los que miden, los que … En fin, todos los que se dedican a pensar.

En los albores de la democracia, el gran Perich nos alegró una mañana de huelga reivindicativa con un chiste que decía: “¿Qué querrán estos (científicos)? Disfrutan con lo que hacen y encima quieren que les paguen”. Hoy, intentamos recuperar la dignidad de una profesión maldita por siglos en España. Ya es hora de poner este país a pensar.

Y yo, no todo va a ser protestar, quiero reconocer que en mi universidad se está haciendo desde hace unos años un esfuerzo grande para reducir esos problemas. Ojalá fuera en todo el sistema.

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