No hacemos ciencia ni creamos arte para conocer o disfrutar sino como consecuencia de la necesidad de sobrevivir. Somos animales culturales, lo cual nos diferencia del resto. Pero el surgimiento de la cultura no ha sido fruto de la casualidad sino un efecto de la curiosidad. Y la curiosidad es una potente característica evolutivamente ventajosa, probablemente porque lleva al conocimiento y éste al progresivo control del medio.
La curiosidad y el consecuente conocimiento permitieron dos logros esenciales en nuestra evolución como humanos. El primero fue la capacidad de elaborar modelos de la realidad lo que permite adelantarse a ella, reconocer sus ciclos, establecer causas y consecuencias. La segunda, que dió aún más importancia a la primera, fue el nacimiento de la tecnología que nos permitió en momentos muy difíciles vestirnos previniendo los ciclos meteorológicos, resguardarnos de los enemigos tras barreras artificiales, desarrollar trampas e instrumentos de caza como el propulsor o la honda, usar el fuego para iluminar la noche, cocinar o defendernos del frío... Ambos aumentaron la estabilidad ante la incertidumbre, nos aisló del azar y permitió a nuestros antepasados lejanos experimentar un éxito evolutivo inédito para una única especie en tan corto espacio de tiempo.
Es importante reparar en que sólo en un contexto de estabilidad, de razonable independencia del azar, puede desarrollarse la complejidad. Complejidad cultural en nuestro caso, que necesitó y llevó a la búsqueda y desarrollo de métodos de comunicación entre individuos y el surgimiento, consecuentemente, de la cultura como patrimonio colectivo.
Aquí aparece otro tipo de evolución, la cultural, que debe cumplir, como la biológica, algunas condiciones. La más importante es que debe transmitirse entre generaciones. Esta transmisión supone la existencia de un mensaje, el acervo cultural, y de un soporte o medio.
En sus estadios iniciales el proceso encontró rápidamente sus límites técnicos ya que el medio era la transmisión oral, un mecanismo incompleto, ineficaz y muy sensible a los errores. Cualquier descubrimiento o avance individual apenas tenía repercusión más que en el ámbito inmediato, espacial y temporal.
La solución vino, ya lo sabemos, con una creación revolucionaria que garantizaba el éxito del proceso y lo catalizaba: la escritura. De construcción lenta pero muy eficaz como medio de transmisión, permitió que el conocimiento se propagara, por fin, rompiendo límites temporales y espaciales. En la época de la transmisión oral la cadena era estricta: una persona hablaba con otra sólo cuando coincidían en un lugar y en un momento; además el hecho era único, difícilmente repetible. La escritura rompió esas limitaciones y hoy leemos textos con independencia de donde y cuando hayan sido escritos.
La eficacia de la escritura es efecto de varias causas. Una de ellas es la tecnología implicada: la copia manual, un método ineficaz y trabajoso, duró muchos siglos. Las imprentas permitieron que nacieran las bibliotecas y con ellas la generalización del acceso a la cultura.
Hoy todo está cambiando. Al mensaje escrito se ha unido la imagen y el sonido. Desde el daguerrotipo o el colodión húmedo hasta la fotografía actual, desde los discos de cera o pizarra hasta la grabación magnética apenas nos separan un siglo. La información ya no se codifica en formatos analógicos sino digitalmente lo que permite, si fuéramos cuidadosos, la réplica exacta e ilimitada. La difusión ya no se hace mediante el intercambio de material tangible sino de secuencias de estados de energía. La revolución tecnológica ha permitido unificar soportes, medios y procedimientos de transmisión para las tres formas básicas de información cultural: escritura, imagen y sonido.
Pero la revolución tecnológica lleva aparejada otra silenciosa: la del contenido, el mensaje. Y en esta última somos seres inadaptados.
Estamos adaptados a recibir por nuestros sentidos un ingente flujo de información de forma continua. Nuestros ojos son equivalentes a una cámara de algo más de 1 Megapíxel y funcionan de forma continua en la vigilia. Nuestros oídos reciben un flujo continuo de sonido. Otros sentidos están captando también continuamente información del medio: el tacto, la presión, el equilibrio, el olfato, la temperatura...
Toda esa información debe ser procesada por nuestro cerebro de forma, además, de que quede "CPU" libre para cualquier análisis consciente que estemos haciendo, desde manejar una herramienta hasta examinar un mapa.
Pero eso ya sabemos hacerlo, en parte porque la información que recibimos por nuestros sentidos es muy redundante y en parte porque lo que queda es filtrado bastante eficazmente hasta separar lo útil de lo irrelevante, una herencia evolutiva.
Lo que ya no sabemos hacer, ya que la evolución no nos ha preparado para ello, es aplicar ese mismo proceso a la información cultural. Esa información nos llega desagregada, aislada, independiente una de la otra a través de los medios de transmisión: radio, televisión, libros, discos, internet, fotografía... Estamos ante ella en una situación de desamparo derivada de la falta de mecanismos para conocer y filtrar. Obviando incluso la información basura, ya no podemos leer lo que se escribe, ni mirar lo que se fotografía, ni escuchar lo que se compone. Ni una fracción ínfima. Estamos en una situación equivalente a cuando imperaba la tradición oral: antes no había tiempo de viajar y hablar con todos los maestros; hoy, que ya no hay que viajar, no lo hay de seleccionar entre todo lo desplegado ante nosotros.
Y seguimos, con mucho esfuerzo, analizando y seleccionando nuestras lecturas... Pero el tiempo pasa y la labor pendiente crece. Por eso la sensación ante lo que existe y la porción minúscula a la que el tiempo nos permite acceder es a veces de vértigo y las más de desasosiego. Necesitamos vivir más ¿se apuntan?
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